La identidad del profesor es uno de los temas sometidos por los investigadores a análisis científicos y académicos, que es exactamente la aproximación que deseo evitar en este blog. Los profesores no necesitan grandes modelos teóricos para saber perfectamente cómo se sienten en su rol, cómo conciben su profesión y cómo observan el entorno. Pero esa perspectiva de los docentes contrasta, a menudo dolorosamente, con la forma en que son vistos por las familias, los alumnos o la sociedad en su conjunto. Se diría que estamos ante dos universos paralelos sin mayores tentaciones de confluir, como pudo ocurrir en el pasado.
Precisaré que no intento trazar un perfil general de los profesores, sino solo comentar el problema de la doble imagen, porque el desfase entre ambas visiones produce unextraordinario desgaste entre los profesores, y cierto nivel de incomprensión, descrédito e incluso intolerancia por parte de las familias (y la sociedad, genéricamente).
Eso sí, para ampliar el contexto, reconozcamos que el de la doble imagen es un problema que afecta a múltiples profesiones y, en algunas, con una brecha aun mayor que entre los docentes. Sin comparar personas, pensemos en los pilotos de avión, los funcionarios de ventanilla, los banqueros o los políticos, y se nos antojará que el de los profesores es un caso menor.
Por otro lado, convengamos en que hay profesores buenos y malos, anticuados y modernos, experimentados y novatos, con conocimientos superficiales y profundos; vocacionales y accidentales; asqueados y entusiastas... en fin, de todos los colores. En eso no se diferencian de periodistas, blogueros o artesanos del mimbre. Negar la biodiversidad, en uno u otro sentido, sería un ridículo ejercicio de sectarismo o de inocencia angelical.
A partir de aquí haré una generalización básica, pero que dibuje a grandes rasgos cómo se materializa ese divorcio en la imagen, pensando que, al ponerla en palabras, esta lista de dipolos permitirá extraer conclusiones. Aquí se plasman esos dos mundos paralelos.
El listado incluye en primer término el autoconcepto de la mayoría de los profesores. Ensegundo, la imagen que muchas veces se tiene desde fuera.
Soy un profesional de alta formación. / Es un profesional de formación mediana.
Me preocupo de saber mucho más de lo que necesito para transmitir y generar conocimiento. / Le basta con saber lo que va a transmitir (más o menos, dominar su libro).
Además de conocimiento, necesito dotes didácticas, y habilidad y paciencia para manejar grupos, que, además, actualmente son excesivos. / Suelta sus explicaciones y no se esfuerza en ayudar a quienes más lo necesitan.
No me dan recursos básicos para hacer bien mi trabajo. / Siempre se están quejando, pero, cuando les dan ordenadores, ni los usan.
Me piden que aplique nuevas tecnologías, pero la Administración ni me las da ni me facilita que aprenda a utilizarlas. / Están desfasados: los chicos saben mucho más que ellos de tecnología.
Gasto mucha energía en algo que debería ser ajeno a mi trabajo: controlar, disciplinar y bregar con muchos alumnos desinteresados. / Fracasa en enseñar a los chicos sentido de la disciplina y responsabilidad.
Mi trabajo es duro y muy estresante. / Solo trabaja veintitantas horas semanales y unos nueve meses al año [nota: no son datos reales, sino ideas circulantes].
La Administración me ha quitado la autoridad para gestionar eficazmente a los alumnos. / La Administración le ha quitado la capacidad de imponer sanciones exageradas o arbitrarias.
Soy un profesional vocacional cuya motivación solo ha desgastado el tiempo y la actitud de alumnos, familias y políticos. / No destaca por su vocación: quizá esté ahí porque no encontró otra cosa.
Hago por los estudiantes más de lo que muchos se merecen. / No se entrega lo suficiente con los alumnos con dificultades (y, en particular, con mi hijo).
Muchos alumnos y sus padres no me aprecian ni me respetan como merezco. / Es un profesional que no se hace respetar y no tiene en cuenta a las familias.
Muchas familias se entrometen en mi trabajo sin tener ni idea y casi nunca me apoyan. / Es susceptible y reacio a todo lo que venga de nosotros: parece que siempre molestamos.
Muchas familias depositan en mí responsabilidades suyas. / Se resiste a educar en conjunto, y solo quiere enseñar su materia, que es lo más cómodo.
Muchos padres me creen a mí menos que a sus hijos. / No sé qué tiene contra mi hijo, con lo buen chico que es cuando se le sabe llevar.
La sociedad solo me exige, pero no me otorga prestigio. / Su profesión es necesaria; pero, si quieren prestigio, que se lo ganen.
Mi retribución es insuficiente para mis responsabilidades. / Su retribución es más o menos razonable teniendo en cuenta las vacaciones que tienen. En muchos países ganan mucho menos.
La Administración nos gestiona mal y nos manipula a su antojo. / Siempre echa la culpa a la Administración y nunca reconoce sus errores.
La verdad es que uno echa una ojeada a la tabla precedente y le entran ganas de salir disparado, y estoy convencido de que los segundos términos no serán muy compartidos por los lectores de este blog (no solo docentes). A muchos le parecerán extraordinariamente ingratos, pero pienso que en términos sociales, muchos de ellos han calado y constituyen escollos reales que es mejor conocer que ignorar. En España ya hemos aprendido lo que pasa cuando decimos que las cosas no deberían ser así e ignoramos olímpicamente que sí son así.
Si personalizáramos los dos extremos, ¿quién tiene razón? Estoy convencido de que la posición hipercrítica de los segundos términos está profundamente sesgada por los siguientes motivos, no todos ellos evidentes:
Sesgo por generalización. Cualquier profesión es vista de forma distinta desde fuera y desde dentro. Pensemos en médicos, periodistas o políticos. Desde fuera son tomados como arrogantes y malos comunicadores, ignorantes entrometidos o inútiles ventajistas, según los casos. Conozco a unos cuantos y creo que esos enfoques no tienen nada que ver con su autoconcepto y, frecuentemente, tampoco con la realidad en general. Se produce un sesgo de generalización: dos o tres rasgos destacados llegan a deformar la imagen de toda la profesión vista desde lejos (como si alguien creyera que todos los españoles bailamos flamenco).
Distorsión por proximidad personal. La tendencia a distorsionar la realidad es mayor cuando lo que está en juego nos afecta personalmente. Sucede con la educación de nuestros hijos. Si ocurriera con los de los demás, no tendríamos una visión tan vulnerable a la subjetividad. Si alguien tiene un hijo en el instituto, lo que pasa en ese nivel, para bien y para mal, agranda su apariencia y su importancia, mientras que lo que pasa en las guarderías pasa casi inadvertido.
Pseudoexpertos. La educación es una víctima dialéctica de los pseudoexpertos (incluido el que suscribe, según algunos lectores de este blog). Todo el mundo ha pasado por el colegio y cree entender lo que pasa en el aula. Por lo general, es una visión fragmentaria, sin matices y muy unilateral, cuando no simplemente deformada. La mayoría jamás ha tenido la oportunidad de ponerse en el lugar del profesor (si la hubieran tenido, sus opiniones variarían: no tengo ni el menor átomo de duda). Es normal que impregnen su visión con una mezcla de prejuicios y recuerdos alterados por el paso del tiempo. Sin animo de molestar, el problema es que el semiconocimiento es más difícil de reconducir que la ignorancia, como más difícil es desvelar la verdad a medias que la mentira absoluta.
Evaluación indirecta. Hay profesiones más o menos transparentes, porque su ejercicio es visible directamente, pero no ocurre así con la de profesor: lo realmente visible es su efecto en los propios estudiantes. Pero debería tenerse en cuenta que, mirando a los alumnos, se obtiene una evaluación indirecta, en la que los propios chicos también influyen, y en una medida trascendental. Los profesores trabajan con personas complejas, no son mecánicos fácilmente evaluables según funcione o no el coche tras la reparación.
Dificultad intrínseca. Trabajar con jóvenes es cualquier cosa menos fácil. Sus parámetros psicológicos e intelectuales son radicalmente distintos a los de los adultos. Son niños-adultos, en cierto sentido se rigen por otras leyes, con la dificultad añadida de que algunas se parecen a las nuestras. Eso, lejos de ayudar, introduce una extraordinaria confusión en el trato. Si se añade que, lógicamente, lo que les ofrecemos en clase no suele ser el colmo de la acostumbrada diversión para ellos, sino que tiene que ver con el esfuerzo, el autocontrol y la compleja construcción del conocimiento, y eso les queda neurológicamente lejano, no debería ser tan difícil para los padres y para la sociedad en su conjunto valorar la gigantesca envergadura de la tarea docente. Y sin embargo, no todos la comprenden.
Responsabilidades delegadas. La tendencia natural de algunas familias es escurrir el bulto y desplazar hacia los profesores y los centros algunas de sus responsabilidades básicas, como hemos analizado en No todo se aprende en el colegio. No deja de ser llamativo que algunos padres que no son capaces de controlar a sus hijos exijan a los profesores que sí lo hagan. Es un caso perfecto de doble vara de medir, a la que tan aficionados somos en España. Sería bueno que la sociedad asumiera que, en muchos aspectos, los chicos ya deben venir educados de casa. Los profesores no pueden empezar su trabajo desde cero, y menos aún, desde esa zona negativa de la línea de desarrollo que podemos denominar "mala educación".
Ahora bien, estos seis puntos no legitiman a los profesores para desoír las críticas sociales. Porque lo cierto es que, a veces, la visión exterior da en la diana. Los segundos términos del listado muestran una visión mayoritariamente muy injusta, pero describen cristalinamente a los malos profesores. Y pueden contaminar severamente la imagen de los buenos.
La reacción habitual de cualquier colectivo cuestionado, justa o injustamente, es la
cerrazón corporativa, la negación de los fallos, la generación automática de un cuerpo sólido e infranqueable, sobre todo cuando muchos de sus integrantes se consideran maltratados por la Administración. Dejando al margen lo justificado o no de sus quejas, ese es un tremendo error. Es una respuesta explicable (obedece a los patrones de la
masa atacada, que trata de cerrar filas y autofortalecerse, descrita modélicamente por
Elias Canetti en
Masa y poder), pero no es más que una precaria defensa provisional. Cerrar filas jamás ha servido para convencer a nadie que no estuviera convencido de antemano o dentro de esas filas.
Y además, cualquier reacción corporativa es una manera de igualarnos, pero por abajo. Así que los más interesados en no formar parte del mismo saco deberían ser los buenos profesores, los que se mueven en los parámetros de los primeros términos del listado y sueñan con que algún día la doble imagen se funda en una sola: la de los profesores apreciados y, en no pocos casos, inolvidables para los estudiantes.